El sol de mediodía castiga la carretera con la fuerza del verano. Un hombre humilde carga un saco de papas sobre sus hombros. Todos lo conocen, en la urbe, por su espíritu de servicio y su lealtad a Dios. Al cruzarse en el camino con un chaval descreído, oye la voz socarrona:
-¿De qué manera sabes que estás a salvo?
El cristiano prosigue unos pasos adelante, y deja caer la carga. Entonces, dice:
-¿De qué manera sé que se me cayó el bulto? No he mirado atrás.
-No -contesta el chaval-, no has mirado atrás, mas ya no sientes el peso.
-¡Precisamente! -respondió el hombre-. Es por esa razón que sé que estoy a salvo: ya no siento la carga de pecado y de tristeza, y he encontrado paz y satisfacción en el Señor.
En tiempos antiguos no había antídoto para la malatía. El día de hoy, el día de ayer y por siempre, jamás va a haber antídoto humano para el pecado. No es solo un tema de conducta o bien de comportamiento: es un tema del corazón. Acompaña al pecador por adondequiera que vaya. La única solución es Jesús. Y no comienza trabajando por fuera. Su fantástico trabajo de salvación comienza donde está el nido del pecado: en la psique. Él te ofrece una nueva psique, nuevas motivaciones, nuevos horizontes. Las cosas pasadas quedan sepultadas por siempre, y la vida comienza desde el encuentro con Jesús.
Recuerda bien esto, durante el día. Y piensa en el propongo del profeta: “No hay medicina para tu quebradura; tu herida es incurable“. Jesús es mi Cura, mi salvación.